lunes, 30 de noviembre de 2009

Circles and cycles.

¿Dónde estaba? No podía… no podía recordar nada. ¿Cómo había llegado ahí? No sabía, no recordaba.. No podia recordar su rostro, pero debía buscarle. Eso hacia ahí, tenía que encontrarlo, encontrar su pequeño cuerpecito, débil, contra la luz de alguna cosa que iluminaba su camino, pero que ella no veía.

¿Dónde estaba?

¿Ella o él?

Él.

¿Dónde estaba él?

Y ella estaba descalza. Y sus pies se encajaban a medida que caminaba, sobre algo mas que arcilla fría, fría por la noche. El olor de moho, y grama le llenó la nariz, mezclado con el de la tierra sobre la que caminaba.

Y sus pies descalzos comenzaron a doler. A quejarse de que caminase por algún sitio, donde aquellas tortuosas cadenas de metal no se clavasen en la planta, como lo hacían. No había manera posible de evitaras, estaban por todas partes.

Llegaron a parecerles monstruos, amorfos, desgarbados, enfermizos, que se habían materializado en el suelo, para en cualquier momento comenzar a moverse, y rebanar la piel ya malograda de sus pies.

Sus pobres pies. Y no podía recordar porque había decidido llegar ahí en pijamas. Ni siquiera sabía si había sido su decisión.

Solo sentía como el camisón de tela blanca ondeaba a medida que daba pasos, sobre sus muslos pálidos, a la luz de algo que iluminaba, pero que ella no podía ver, ni recordar su nombre.

Tampoco recordaba el nombre de quien buscaba. Pero sabía que buscaba exactamente, aunque no veía, aunque no recordaba aunque no sentía nada más que las filosas puntas que sobresalían en la tierra frente a ella, alineadas hacia adelante, como guiándole el camino, clavándose en sus pobres pies descalzos, que no podía evitar.

Por inercia su cabeza viró a la derecha, buscando algo de terreno libre, donde sus pies pudieran sentir el alivio de un piso plano.

Un enredajo de musgo, hierba, o algo que no podía ver, porque era de noche, era oscuro, y había decidido salir sin linterna en pijamas, o no decidido, y entre eso, cadenas, más de esas siniestras cadenas que bajo sus pies lastimaban, enredadas en su cuerpecito. Su pobre y pequeño cuerpo, descansando sobre una maraña de musgo y estas malditas cadenas, asesinas ahora, que ella veía con horror, sin contraer su cara en una mueca de llanto, sino simplemente observando. Mirando como parecía que hubiese estado gateando, por la manera en que los pantaloncillos de blue Jean (o algo que no podía ver), estaban rasgados en las rodillas, y como sus manitas (manos muertas) estaban heridas.

Aunque sabia que habían sido esas malditas cadenas bajo sus pies, que lo habían atrapado, luego de haber estado caminando ahí, como ella misma lo estaba haciendo, descalzo, a oscuras, quizás también sin poder recordar que hacia ahí, o a donde iba, pero que sabia que buscaba algo que realmente no tenia la certeza de que podría estar ahí, ya que nada tenia sentido, cuando ellas, las cadenas, se habían tensado, y aferrado a todo él, y habían jalado hasta hacer jirones su piel, y que el dolor lo desvaneciera por completo.

Y eso era todo lo que había quedado de él, ese pequeño y frágil cuerpecito a su derecha, enredado en el metal que se clavaba bajo sus pies a cada paso.

Y una luz blanca pasó frente a ella.

Not a monologe of a twisted mind.

So, here we are again, huh? How have you been doing Janie? Sort of a weird day...

Yeah, I know. I can't stop lying, but I can't tell them the truth either. So what am I supposed to do?

I know that too. I have a serious mental illness, that needs to be treated, but I'm just too coward to speak it loud.

I can't try it, Janie, you know it better than anybody. You've been there too, and I'm trying not to step on your steps. Maybe that way, I'll find a way out.

What? No, you know that's too much. Janie, what's wrong with you tonight? You keep telling me to do the things you adn I know will drive me into disaster.

But... well, it's true too. I'm inside a hurricane, but it can get worse, and we don't want that, right?

Right. So go, Janie, find me a solution. Cause you can, can't you?

I know you can... I know.

You're so fucking good.

I know you know it, but I can't get tired of saying it.

What do you mean?

Maybe... Now that you bring it, I have never thought about it, and we consider the truth what we only check on the surface...

Maybe I am idealizing you... Really.

No... You're right. I ALWAYS... Sorry, sorry. WE always think on every possible way.

But... what's that supposed to mean? That there's no way out?

Must be a freaking trick, Janie, or we haven't tried anything.

Yeah, I'm sure is that.

On the remaining time, let's cherish it.

Again, always right. Thank you, Janie.

Have a good night.


sábado, 14 de noviembre de 2009

La señorita Emilia.

La Dama de los Lupinos vive en una casita con vista al mar. Entre las rocas alrededor de su casa, crecen flores moradas, y color de rosa. La Dama de los Lupinos es chiquita y viejita. Pero no siempre fue así. Ella es mi tía abuela, y me lo contó.
Hace muchos años ella era una niña. Se llamaba Carmen Emilia y vivía en una ciudad junto al mar. Desde el primer escalón, se podía ver los muelles y los altos mástiles de los veleros.

Hacía muchos años, su abuelo había llegado a América en un gran barco de vela. En su taller hacía mascarones de proa para los barcos y tallaba indios de madera para poner enfrente de las tiendas de cigarros. Porque el abuelo de Carmen Emilia era un artista. También pintaba cuadros de veleros y de tierras lejanas al otro lado del mar. Cuando estaba muy ocupado, Carmen Emilia lo ayudaba a pintar los cielos.

En las noches, Carmen Emilia se sentaba en las piernas del abuelo y escuchaba sus cuentos de tierras lejanas. Cuando los cuentos terminaban, Carmen Emilia le decía:
-Cuando yo sea grande, también voy a visitar otras tierras, y cuando sea vieja, también voy a vivir al lado del mar.
-Eso está muy bien, mi pequeña Emilia.dijo su abuelo-, pero hay una tercera cosa qeu debes hacer.
-¿Qué será? -preguntó Carmen Emilia.
-Debes hacer algo para que el mundo sea más hermoso.
-Está bien -dijo Carmen Emilia.
Pero no sabía que podía hacer. Carmen Emilia se levantó, se lavó la cara, tomó el desayuno, fue a la escuela, volvió a casa e hizo sus tareas.
Y muy pronto, creció.

Entonces, mi tía abuela Carmen Emilia, salió a hacer las tres cosas que le había prometido su abuelo. Dejó su casa y fue a vivir a otra ciudad lejos del mar y del aire salado. Allí trabajó en una biblioteca, desempolvando libros, evitando que se mezclaran, ayudando a la gente a encontrar los que buscaban. Y también ella leía los libros de la biblioteca; algunos contaban de tierras lejanas.
La gente la llamaba la señorita Emilia.

Algunas veces iba al invernadero que quedaba en medio del parque. Cuando entraba en los días de invierno, el aire caliente y húmedo se enrollaba alrededor de ella, y el perfume de los jazmines llenaba su nariz.
-Esto es casi como una isla tropical -dijo la señorita Emilia-, pero no del todo.

Entonces, la señorita Emilia se fue a una isla tropical de verdad, donde la gente tenía guacamatas y monos amaestrados. Caminaba por largas playas, recogiendo bellos caracoles. Un día, conocio al Bapa Raja, rey de un pueblo de pescadores.
-Debes estar cansada -le dijo-. Ven a mi casa y descansa.
La señorita Emilia entró y conoció la casa del Bapa Raja. El recogió un coco verde y le hizo un hueco para que la señorita Emilia pudiera beber el agua dulce. Al despedirse de ella, el Bapa Raja le regaló una concha de madreperla donde había pintado un ave del paraíso y las palabras: "Siempre estarás en mi corazón".
-Tú también estarás en mi corazón -dijo la señorita Emilia.

Mi tía abuela Carmen Emilia escaló altas montañas donde la nieve nunca se derrite. Atravesó junglas y desiertos. Vio leones jugando y canguros brincando. Y en todas partes encontró amigos que nunca olvidaría. Finalmente, llegó a la tierra donde crecen los lotos, y allí, bajándose de un camello, se maltrató la espalda.
-Qué tontería -dijo la señorita Emilia-. Bueno, ciertamente he conocido tierras lejanas. Tal vez ya sea hora de encontrar mi lugar junto al mar.
Y así era. Y lo encontró.

Desde el porche de su nueva casa, la señorita Emilia veía el amanecer; veía al sol cruzar los cielos y brillar en el agua; y lo veía ocultarse lleno de colores en las tardes. Sembró semillas de flores en la tierra pedregosa para hacer un pequeño jardín entre las rocas que rodeaban su casa. La señorita Emilia era casi totalmente feliz.
-Pero todavía hay una cosa que debo hacer -se dijo-. Tengo que hacer algo para que el mundo sea más hermoso.
-¿Pero qué? El mundo ya es bastante bueno -pensó, mirando hacia el océano.

Esa primavera la señorita Emilia no se encontraba muy bien. Su espalda la estaba molestando otra vez, y tuvo que quedarse en cama casi todos los días.
Las flores que había sembrado en el verano habían crecido y florecido, a pesar de la tierra pedregosa. Las podía ver desde su ventana: azules, moradas y color de rosa. -Lupinos -dijo la señorita Emilia contenta-. Siempre me han gustado mucho los lupinos. Ojalá pueda sembrar más semillas este verano para tener más flores el año próximo.
Pero no pudo hacerlo.

Después de un recio invierno, llegó la primavera. La señorita Emilia se sentía mucho mejor. Ahora podía salir a caminar otra vez. Una tarde, salió y subió a la colina, donde hacía tiempo que no iba.
-No puedo creer lo que veo -dijo al llegar arriba. Porque allí, del otro lado, había una gran mancha de lupinos azules, morados y color de rosa.
-Fue el viejto -dijo mientras se arrodillaba encantada-. Fue el viento que trajo las semillas desde mi jardín hasta aquí. Y los pájaros deben haber ayudado.
Entonces la señorita Emilia tuvo una gran idea.

Corrió a su casa y sacó sus catálogos de semillas. Mandó a pedir cinco barriles de semillas de lupinos.
Todo ese verano, con los bolsillos llenos de semillas, la señorita Emilia paseó por praderas y colinas, sembrando lupinos. Esparció semillas por las carreteras y los caminos. Las dejó caer alrededor de la escuela y detrás de la igleria. Las lanzó entre las cañadas y las paredes de piedra.
Su espalda ya no le dolía.
Alguna gente la llamaba la Viejita Titiriloca.

Cuando llegó la primavera, había lupinos por todas partes. las praderas y colinas estaban cubiertas de flores azules, moradas y color de rosa. Florecían a los lados de la carretera y los caminos.

Habían manchas luminosas alrededor de la escuela y detrás de la iglesia. En las cañadas y entre las paredes de piedra, crecían las bellas flores.
Y, finalmente, la señorita Emilia habían hecho la tercera cosa, la más difícil de todas.

Mi tía abuela Carmen Emilia, la señorita Emilia, ya está muy viejita. Su pelo es muy blanco. Todos los años hay más y más lupinos. Ahora la llaman la Dama de los Lupinos. Algunas veces, mis amigos se paran conmigo frente a su reja. Quieren ver a la viejita, tan viejita, que sembró de lupinos las praderas. Cuando nos invita a entrar, pasan en silencio y lentamente. Ellos creen que es la mujer más vieja del mundo. A menudo, nos cuenta cuentos de tierra lejana.
-Caundo sea grande -le digo-, yo tambien voy a visitar tierras lejanas, y luego regresare a casa a vivir junto al mar.
-Eso está muy bien, mi pequeña Emilia -me dice-. Pero hay una tercera cosa que debes hacer.
-¿Qué será? -pregunto.
-Debes hacer algo para que el mundo sea más hermoso.
-Esta bien -digo.

Pero todavía no sé qué puedo hacer.