Solo decidió caminar esa tarde. Si... Su vida era una rutina vacía y sin ninguna gracia, luego de su partida.
Le amó, y le quiso como a ninguno. Pero ella no sabía cuanto daño le hacía... Núnca pudo saber, porque él lo guardaba para si mismo. Y sin contar todas las veces que hablaron, y discutieron, lo que ella veía como reproches en realidad eran sus gritos, tratándole de hacer entender.
Pero maduró demasiado tarde.
Esa fría tarde de noviembre, solo caminó. Caminó como a quien se le fuera el mundo en eso, distraida por el sonido que las hojas secas hacían al pisarlas. Caminaba con las manos en sus bolsillos, apretando sus puños, clavando sus uñas en sus palmas. Era una vieja costumbre, residuos de sus tiempos de dolor.
"Han pasado años" se decía a ella misma, con la esperanza de olvidarse algún día de repetir la misma frase. "Quizás hoy vuelva"
Curiosa la manera en que nos engañamos a nosotros mismos, deseando algo que ya partió. Ella lo sabía. Pero era mucho menos doloroso vivir en la espera, que terminar de aceptar que la única persona que estuvo para ella incondicionalmente, se había marchado para bien. Y era su culpa.
Pronto encontró el arbol que siempre le hacía compañía por esas fechas. Maldecía en silencio el paso del tiempo, y en su mente revivía todo lo que había sucedido, desde que le conoció, hasta que se marchó.
Vivir de sus recuerdos, era lo único que le quedaba.
Se sentó, con calma. Era temprano, apenas el sol comenzaba a tintar de dorado el cielo, y esa noche no pensaba llegar, hasta que estuviese tan agotada que supiera con certeza que apenas se acostara cairía rendida, en lugar de mirar al techo, y pensar. Porque desde su partida, todo lo que hacía era pensar.
Abrazó sus rodillas, pegándolas a su pecho, mientras el olor a humedad le llenaba la naríz. Recordaba tardes más frías que esas, pero para ella todas eran iguales. Todas se basaban en levantare, y respirar, comer, respirar, salir, respirar, recordar, y respirar, recordar, y respirar, recordar, y respirar, e ir a dormir. La única manera de no caer al mar de lagrimas que se escondía tras sus ojos miel, y darse cuenta que le lloraba a un fantasma. Porque traerlo a él al presente le hacía sentirse un poco menos desgraciada, y alguna que otra vez algún momento le sacaba una sonrisa. Una sonrisa que punzaba en su pecho, como una espina, para recordarle que jamás volvería a ser felíz con tantas ganas, que el cielo jamás se vería más azul que el gris que ahora le perseguía. Ese gris que le lastimaba, era brillante, y le hacía doler los ojos. Y traía a su mente más recuerdos de los que podía controlar. Y entonces lloraba.
Lloraba como había venido haciendolo desde su partida. Y se automutilaba recordando las palabras de su despedida, como si de alguna manera se sintiera aliviada al sufrir.
Y sabía que es sensación no se marcharía, porque aprendió de la peor manera que el tiempo no lo cura todo, y que las lagrimas núnca se acaban.
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